En
aquellos tiempos en que los recuerdos tenían forma de álbumes con fotos medio
despegadas, compartía con mis amigos el secreto de un refugio común: la casa
escondida de Birmania. Al contrario de lo que cabría pensar, Birmania no quedaba
muy lejos de Madrid, tan solo a unos cientos de kilómetros en dirección norte, pero
allí como por arte de magia se producía el milagro esperado y de pronto nos
sentíamos alejados de todo un año de trabajo invernal. Sí, invernal. Llamábamos
invierno a ese otoño en el que nunca queríamos entrar y seguíamos llamando
invierno al resto del año, a excepción del paréntesis primaveral de la Semana
Santa, porque fuera de las vacaciones todo parecía monótono y parte de la misma
estación rutinaria de la vida.
El sueño, 1910. Henri Rousseau |
Era un
lugar más allá de las autopistas, un rincón
secreto al otro lado de las montañas al que ni los árabes habían logrado llegar
en plena expansión Omeya. Tan difícil era acceder a él que de un año para otro
nos olvidábamos de tomar los desvíos correctos y siempre acabábamos medio
perdidos. Al final conseguíamos llegar y hasta juzgábamos necesario haber
pasado por la prueba del extravío, al fin y al cabo así debían guardarse los
tesoros, encubriendo celosamente el rastro que conducía hasta ellos.
Entonces
veíamos la casa de piedra, hermosa sobre el lecho de un prado tierno y comestible.
El interior olía a arboleda, con sus habitaciones vestidas de castaño. La
cocina era tan grande que solo compartiendo mesa era habitable. Y en el desván,
abundante en colchones para visitas, debía de alojarse alguna lechuza o cualquier
otra ave noctámbula, a juzgar por los restos que encontrábamos en la parte más
inaccesible de la bajocubierta, unas bolas de deshechos que aprendimos a llamar
por su nombre: egagrópilas.
La encantadora de serpientes, 1907. Henri Rousseau |
Al
atardecer, tras un día ventoso en la costa, agradecíamos la húmeda mudez de
nuestro refugio. Era en ese momento cuando nos mirábamos cómplices y abríamos
la puerta trasera de la casa para traspasar el umbral de lo ignoto. El envés
del escenario visible de la casa de piedra era como el fondo del armario de
Narnia, un pasaje umbrío, ajeno a la inocente acuarela vacacional: hectáreas de
bosque cerrado que se precipitaban por la ladera de un monte desconocido hacia
el propio centro de la tierra (nos gustaba exagerar) o, por lo menos, hacia un
valle nunca visto. Esa era la verdadera Birmania, la de la espesura vegetal, la
del olor a musgo, la de las bestias y las sombras. De aquella trasera de la
casa, que era como la cara oculta de la luna, surgió lo de llamar Birmania a
ese lugar.
Volvimos
algunos veranos a Birmania y, con el tiempo, todos conseguimos nuestra propia
casa allí, es decir, aquí mismo, en este norte que no es Asia ni tiene jungla,
pero que para nosotros sigue siendo un rincón apacible y acogedor en medio de
una naturaleza salvaje, tan bella como pavorosa. Amamos esta tierra de
contrastes. No, Asturias no es Birmania, pero en ocasiones lo parece.
(©maríajosécodes)
(©maríajosécodes)
Simplemente genial. Se te echa de menos en Birmania.
ResponderEliminarMaría