lunes, 20 de junio de 2016

Birmania

En aquellos tiempos en que los recuerdos tenían forma de álbumes con fotos medio despegadas, compartía con mis amigos el secreto de un refugio común: la casa escondida de Birmania. Al contrario de lo que cabría pensar, Birmania no quedaba muy lejos de Madrid, tan solo a unos  cientos de kilómetros en dirección norte, pero allí como por arte de magia se producía el milagro esperado y de pronto nos sentíamos alejados de todo un año de trabajo invernal. Sí, invernal. Llamábamos invierno a ese otoño en el que nunca queríamos entrar y seguíamos llamando invierno al resto del año, a excepción del paréntesis primaveral de la Semana Santa, porque fuera de las vacaciones todo parecía monótono y parte de la misma estación rutinaria de la vida.

El sueño, 1910. Henri Rousseau
Con el solsticio de verano comenzábamos a elaborar los turnos para anidar en la casa grande. Cuando llegaba el nuestro, preparábamos el equipaje de supervivencia y enfilábamos carretera arriba hacia la tierra prometida.

Era un lugar más allá de las autopistas, un  rincón secreto al otro lado de las montañas al que ni los árabes habían logrado llegar en plena expansión Omeya. Tan difícil era acceder a él que de un año para otro nos olvidábamos de tomar los desvíos correctos y siempre acabábamos medio perdidos. Al final conseguíamos llegar y hasta juzgábamos necesario haber pasado por la prueba del extravío, al fin y al cabo así debían guardarse los tesoros, encubriendo celosamente el rastro que conducía hasta ellos.

Entonces veíamos la casa de piedra, hermosa sobre el lecho de un prado tierno y comestible. El interior olía a arboleda, con sus habitaciones vestidas de castaño. La cocina era tan grande que solo compartiendo mesa era habitable. Y en el desván, abundante en colchones para visitas, debía de alojarse alguna lechuza o cualquier otra ave noctámbula, a juzgar por los restos que encontrábamos en la parte más inaccesible de la bajocubierta, unas bolas de deshechos que aprendimos a llamar por su nombre: egagrópilas.

La encantadora de serpientes, 1907. Henri Rousseau


Al atardecer, tras un día ventoso en la costa, agradecíamos la húmeda mudez de nuestro refugio. Era en ese momento cuando nos mirábamos cómplices y abríamos la puerta trasera de la casa para traspasar el umbral de lo ignoto. El envés del escenario visible de la casa de piedra era como el fondo del armario de Narnia, un pasaje umbrío, ajeno a la inocente acuarela vacacional: hectáreas de bosque cerrado que se precipitaban por la ladera de un monte desconocido hacia el propio centro de la tierra (nos gustaba exagerar) o, por lo menos, hacia un valle nunca visto. Esa era la verdadera Birmania, la de la espesura vegetal, la del olor a musgo, la de las bestias y las sombras. De aquella trasera de la casa, que era como la cara oculta de la luna, surgió lo de llamar Birmania a ese lugar.


Volvimos algunos veranos a Birmania y, con el tiempo, todos conseguimos nuestra propia casa allí, es decir, aquí mismo, en este norte que no es Asia ni tiene jungla, pero que para nosotros sigue siendo un rincón apacible y acogedor en medio de una naturaleza salvaje, tan bella como pavorosa. Amamos esta tierra de contrastes. No, Asturias no es Birmania, pero en ocasiones lo parece.

(©maríajosécodes)


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