domingo, 23 de noviembre de 2014

Narciso versus rosa


Al parecer, en el siglo X, el poeta Ibn-al Rumi inició un debate sobre la superioridad del narciso respecto a la rosa que duró un siglo. Quizá este debate podría extrapolarse al debate entre lo dionisíaco y lo apolíneo. El nombre de la flor del narciso deriva del mito de Narciso, de "Las Metamorfosis" de Ovidio. No me sorprende que Szymanovsky utilizase alguno de los poemas de Rumi, de exaltación al narciso para su Sinfonía No 3, Op.27 "Canción de la noche", dadas las connotaciones homosexuales de tal elección. Porque como dice Alex Ross, aunque los compositores homosexuales de comienzos del siglo XX, raramente aludieron a su sexualidad, Szymanovsky estuvo al borde de la revelación.
Estos son algunos de los versos de Rumi que inspiraron tal sinfonía:

Carl Warner.The cave of Abdomen

¡Oh narciso ebrio que la sangre bebes, no duermas!
Es noche de fiesta esta noche, no duermas.

Nunca de mi olfato tu perfume huye,
y nunca tu imagen de mis ojos huye.
Por ti noche y día muero de deseo.
El deseo sigue y la vida huye.

Llegó la noche y ¡qué quemadura en este pecho!¡Qué sorpresa!
Creo que se inicia el día, ¡qué sorpresa!
Noche y día no caben en los ojos del amor.
Los ojos del amor ciegan los ojos, ¡qué sorpresa!

En este mismo hilo de Narciso, leo en El ruido eterno (p. 512):  Y en la audaz y extraña ópera Rey Roger (1918-1924), el héroe regio lucha por resistir el magnetismo dionisíaco de un joven pastor que proclama “Mi Dios es tan hermoso como yo”. 

(©MJCodes)




lunes, 22 de septiembre de 2014

Noctámbulos, asesinos y forajidos

Hopper, Hemingway y Siodmak


(...) No hace mucho tuve la ocasión de participar en el simposio sobre Edward Hopper que se celebraba en el Museo Thyssen de Madrid, con ocasión de la exposición en el museo de gran parte de la obra del pintor americano del siglo XX. En aquel simposio se habló, no sólo de pintura, sino también de fotografía, de cine y de literatura, cuatro de las Artes expresadas y enrocadas en torno a pensamientos paralelos. 

Si tuviera que decidir cuál fue el gran protagonista de conferencias, mesas redondas y proyecciones, elegiría sin duda el cuadro que resultó ausente en la exposición. Me refiero al conocido como Nighthawks (literalmente Halcones de la noche o Noctámbulos) de 1942. Para describir el cuadro no se me ocurre nada mejor que recurrir a una Ekphrasis, el primero de los casos de transmigración artística que vamos a mencionar.

Nighthawks. Edward Hopper. 1942

El término griego Ekphrasis hace alusión a la narración literaria de una obra artística visual, normalmente pictórica (ek, significa “fuera” y phraxis, "hablar"). Es decir, se parte de una obra visual concreta para hablar de ella de un modo literario. En poesía, este recurso se ha usado con frecuencia (Keats, Rilke, Ashbery…). Pero también encontramos ejemplos de Ekphrasis en narrativa en Vargas Llosa[1]o Cortázar, por citar solo dos ejemplos conocidos.[2]

Son las palabras del poeta canadiense Mark Strand las que nos interesan. En su ensayo titulado Hopper[3], Strand hace una suerte de inventario de ciertas pinturas del artista. Pronto advertimos que sus descripciones son excesivamente detalladas como para orientar al lector, pero escasamente teóricas y ausentes de referencias como para considerarlas ensayísticas. 

Me atrevería a decir que lo que Strand recoge en su escrito es una indagación en los cuadros, una visión especulativa que pretende descubrir el enigma. Mark Strand recorre los cuadros de Hopper de arriba a abajo, de esquina a esquina, rastreando cada detalle de la superficie pictórica como quien hiciese un registro policial en busca de algo, como hacía el inspector de la Sûreté francesa en casa del ministro ladrón en La carta robada de Poe. 

¿Qué busca Mark Strand en el que Nighthawks de Hopper?

Estas son sus palabras. En la edición de Lumen, Nighthawks es traducido como Aves nocturnas:

En Aves nocturnas hay tres personas sentadas en lo que debe de ser una cafetería 24 horas. El lugar está situado en una esquina e iluminado toscamente. Aunque ocupado, un camarero vestido de blanco mira a uno de los clientes. Este, sentado junto a una mujer de aspecto distraído, lo mira a su vez. Otro cliente, de espaldas a nosotros, dirige su mirada hacia la zona en que se encuentran el hombre y la mujer. Se trata de una escena con la que cualquiera pudo haberse topado hace cuarenta o cincuenta años, paseando de noche por Greenwich Village, en Nueva York, o por el corazón de cualquier ciudad del nordeste de los Estados Unidos. No hay nada amenazador, nada que sugiera que el peligro acecha a la vuelta de la esquina. La tranquila iluminación interior de la cafetería derrama densidades de luz sobre la acera adyacente, estetizándola. Es como si la luz fuese un agente purificador, puesto que no hay rastros de suciedad urbana. La ciudad, igual que en la mayor parte de la obra de Hopper, se hace presente en un sentido formal, más que realista. El elemento dominante de la escena es la gran ventana a través de la cual vemos el interior de la cafetería; esta abarca dos terceras partes del lienzo, conformando una figura geométrica, un trapecio isósceles que establece la direccionalidad de la pintura con relación a un punto de fuga que no puede ser visto, y que ha de ser imaginado. Nuestra mirada viaja a lo largo de la superficie del cristal, desplazándose de derecha a izquierda, atraída por los lados convergentes del trapecio, la baldosa verde, el mostrador, la fila de taburetes —que pareciera el rastro de nuestros pasos— y el resplandor amarillo del neón que brilla en el techo.

No se nos lleva al interior de la cafetería, se nos conduce por uno de sus costados. La claridad súbita, inmediata, de muchas escenas que registramos al pasar nos absorbe, aislándonos momentáneamente de todo lo demás, y después nos permite continuar nuestro camino; en Aves nocturnas, sin embargo, no se nos deja escapar tan fácilmente. Los lados del trapecio se inclinan uno sobre otro, pero jamás llegan a juntarse, y dejan al espectador a medio camino. El punto de fuga, final del viaje o paseo de quien mira, es un lugar inalcanzable e irreal situado fuera del lienzo, en el exterior de la pintura. La cafetería es una isla de luz que distrae a quien sea que pase por ahí —en este caso nosotros— del destino final del viaje; esta distracción puede ser entendida como una salvación, porque un punto de fuga no es solamente el lugar donde las líneas convergentes se encuentran, sino también el lugar donde dejamos de ser, el final de nuestros trayectos individuales. Mirando Aves nocturnas quedamos suspendidos entre dos imperativos contradictorios: uno gobernado por el trapecio, que nos apremia a seguir adelante, y el otro, dominado por la imagen de un lugar iluminado en medio de la ciudad oscura, que nos incita a permanecer.
En este caso, igual que en otros cuadros de Hopper en los que las calles o las carreteras juegan un papel importante, no hay coches a la vista. No hay nadie con quien compartir lo que vemos, nadie ha llegado antes que nosotros. Nuestra experiencia será enteramente nuestra. La soledad del viaje, junto con nuestro sentimiento de pérdida y de pasajera ausencia, se harán inevitablemente presentes.
Mark Strand dice no ver "nada amenazador" en el cuadro. Naturalmente, el suspense no puede pintarse, no se ve. Y sin embargo, al final del escrito expresa muy bien el efecto del suspense, ese efecto de hallarse solo (ante el libro, la pintura o la película), sin nadie con quien compartir la experiencia que su contemplación o su lectura produce en nosotros, una experiencia "enteramente nuestra", la soledad de un viaje a la ficción, y un inevitable sentimiento de pérdida, de suspensión emocional y de pasajera ausencia de la realidad.

Según cuenta Hopper, para pintar este cuadro se inspiró en un relato de Hemingway, The Killers[4] (Los asesinos) –del que hemos hablado en el apartado del diálogo–, que se había publicado, en 1927, en la revista Scribner, donde Hopper enviaba sus dibujos como ilustrador. 

La mayor parte del relato transcurre en un diner americano, Henry's, en torno a la hora de la cena. Dos tipos, vestidos de un modo similar —con abrigos, sombreros, bufandas de seda y guantes—, irrumpen en el café, piden algo de comer y luego intimidan al dueño. Tras amordazar al cocinero y a un joven cliente, esperan la llegada al diner del antiguo boxeador sueco Ole Anderson, que acostumbra cenar allí, para asesinarlo. Pero Anderson no aparece y los hombres se marchan. El dueño del Henry's le pide al joven, Nick Adams (personaje recurrente en los relatos de Hemingway y al parecer alter ego del autor), que vaya a avisar a Ole de que lo andan buscando para matarlo. Nick va a buscarlo a la pensión donde el sueco se aloja y lo encuentra tumbado en la cama. Tras informarle de lo sucedido en el diner, le insta a abandonar el pueblo, pero Anderson se niega y dice que no serviría de nada. Nick Adams vuelve entonces al Henry's, le explica al dueño su conversación con el sueco y ambos se preguntan sobre la identidad de esos hombres y la supuesta traición por la que Anderson debe pagar. Nick se siente impresionado por el hecho de que Anderson no trate de huir ante lo que parece aceptar como su destino. Es entonces cuando Nick Adams decide que es hora de marcharse de aquel pueblo.

Apenas se sabe nada del boxeador sueco, excepto que parece un buen hombre integrado en su comunidad, por eso el dueño del diner y Nick se muestran dispuestos a ayudarle. Pero Anderson se limita a esperar su destino como si el encuentro fatal fuese ineludible.

El relato es, pues, la historia de una espera cargada de dramatismo, una historia donde el suspense y la tensión dramática es vivida por el joven Nick Adams de un modo que no comprende y ante el que se rebela decidiendo salir de allí.

Sin embargo, volviendo a Hopper, el cuadro es de 1942 y el relato de Hemingway de 1927, de modo que cabe preguntarse la razón de que Hopper lo evocase y pintase en ese momento. Quizá el título de la obra nos dé la clave.

Aunque la mayoría de los estudiosos del arte coinciden en señalar la semejanza entre Nighthawks y el cuadro de Van Gogh, Café nocturno, lo cierto es que el punto en común entre ambos, no pasa de la nocturnidad y del motivo central: un local abierto para noctámbulos. Pero el tipo de clientes noctámbulos que sugieren ambas escenas es bien diferente. El café de Van Gogh, bajo su noche estrellada, recuerda al típico café parisino donde tenían lugar las tertulias literarias y artísticas de principios de siglo XX, mientras que el diner de Hopper lo habitan personajes solitarios, en absoluto relacionados con las vanguardias. 

La escena se inspiró en un diner de Greenwich Village, el barrio natal de Hopper en Nueva York y sabemos que el artista comenzó a pintarlo justó después del ataque en Pearl Harbor. Debido a esta ofensiva aérea, se forman de inmediato en Cape Cod, donde Hopper vive en aquel momento, cuadrillas de voluntarios americanos, a una de las cuales se suma, para hacer rondas nocturnas de vigilancia, en previsión de un ataque aéreo, un ataque de los "halcones de la noche".

No sorprende entonces que la escena de Nighthawks esté inspirada en el relato de Hemingway. De alguna manera los emparenta el mismo suspense, la espera nocturna en ese local abierto donde nunca hay familias a esas horas, sino personas solitarias, quizá sin un hogar ni otra persona con la que compartir la cena, una escena verosímil en tiempos de guerra, ante la posible inminencia de unos asesinos en medio de la noche: en el caso del relato de Hemingway, los gánsteres que van en busca de Anderson; en el caso del Nighthawks de Hopper, el ejército enemigo en plena II Guerra Mundial.

Por otra parte, son Rembrandt y Degas los pintores favoritos de Hopper, no Van Gogh. Hay cierta semejanza conceptual entre estas salidas nocturnas de los voluntarios de Cape Cod, para vigilar el cielo de los halcones de la noche, y las rondas de la milicia en Amsterdam que pintó Rembrandt entre 1640 y 1642, cuadro admirado por Hopper[5], titulado curiosamente Nachtwacht.[6]

Desde luego tampoco tiene nada que ver una vigilancia con otra, pero no es descabellado pensar que Hopper recordase el título Nachtwacht y la idea de la ronda nocturna de vigilancia al hacer la suya cada noche, en el período de su vida cuando pintó este cuadro que tituló Nighthawks. 

A altas horas de la noche, este tipo de diner iluminado y frecuentado por seres ensimismados, quizá deprimidos, y silenciosos ante la noticia dada por la radio del bombardeo de Pearl Harbour, es lo que podría contemplarse en una ciudad americana cuando los voluntarios salían en la noche para su turno de guardia, como forzados flâneurs, como espectadores ajenos y fascinados de una realidad teatral o cinematográfica. 

Aunque Hopper jamás volvió a Europa a su regreso en 1910, era un nostálgico de la cultura y las letras europeas, que consideraba refinadas y decadentes al mismo tiempo, por eso leía a Verlaine, Rimbaud, Goethe, Henry James... Y entre sus películas favoritas se encontraban À bout de souffle de Godard, Mon Oncle de Tati o La Kermesse heroica de Feyder, recreación ésta última del Flandes de Rembrandt y de su famosa Nachtwacht.

El relato de Hemingway sirvió como base para varios filmes, el primero de los cuales fue Forajidos, película dirigida por Robert Siodmak en 1946 y protagonizado por Burt Lancaster, Ava Gardner y Edmond O’Brien. La película comienza en un diner americano, que bien podría ser el representado por Hopper en Nighthawks. Por desgracia Siodmak ahonda de manera explícita en el pasado del boxeador, por lo que la narración fílmica se aleja de la idea original en cuanto a la historia subyacente, sólo insinuada en el relato.

Todas las preguntas y conjeturas que ha generado el cuadro Nighthawks de Hopper, hacen que lo imaginemos en la misma órbita creativa que Hemingway, participando de la misma idea de suspensión dramática que transcurre en un local abierto durante la noche, expuesto al ataque exterior inminente. 

Se trata de la misma técnica del iceberg de la que nos hablaba el escritor, en la que solo una pequeña parte es visible, en tanto que la solidez sumergida del iceberg lo sostiene; narrar suprimiendo el enigma, pero haciendo gravitar la ficción en torno a él, a esa breve pero sólida cumbre emergente que hace sospechar y temer la estructura latente de la historia, la poderosa fuerza de lo sugerido que mantiene el suspense hasta el desenlace.



(Intriga y suspense. El gancho invisible. MJ Codes. Alba Ed.)



[1] En su novela Elogio de la madrastra (1988) hace que los personajes principales recreen sus fantasías eróticas a través de una reinterpretación de pinturas mitológicas de artistas como Jordanes, Boucher, Bronzino, o Tiziano. En Los cuadernos de don Rigoberto (1997) –considerada también una novela erótica– las obras de arte del pintor austriaco Egon Schiele apoyan los espacios dedicados al amor.
[2] Dentro de los escritos agrupados bajo el título Manual de Instrucciones en las Historias de Cronopios y Famas (1962), Julio Cortázar toma tres pinturas famosas para hacer sus particularismos comentarios, entre bromista y sarcástico. Entre las instrucciones para llorar, cantar, dar cuerda a un reloj y matar hormigas en Roma, encontramos las instrucciones para entender tres pinturas famosas: El amor sagrado y el amor profano, de Tiziano, La dama del unicornio, de Rafael y El Retrato de Enrique VIII de Inglaterra, de Holbein.
[3] Strand, Mark. Hopper. Lumen, 2012
[4] Aunque el relato se popularizó con el título de The Killers, al parecer inicialmente su título era The Matadors.
[5] Sabemos por la correspondencia entre Hopper y su madre que dicho cuadro de Rembrandt impresionó vivamente a Hopper durante su estancia en Europa.
[6] Durante el simposio de Hopper celebrado en el Museo Thyssen de Madrid, celebrado en junio de 2012, el Historiador del Arte y co-comisario de la exposición, Didier Ottinger, señaló en su ponencia dicha relación entre Rembrandt y Hopper.

martes, 9 de septiembre de 2014

El puñal de Fontana

Leí un libro sobre cultura japonesa en el que el autor intentaba expresar las peculiaridades del pensamiento y cultura niponas. En uno de los apartados que llevaba por título Apuntar sin apuntar, se narraba el caso de un alemán residente en Japón que se entrenaba para aprender el tiro con arco. Tras varias lecciones teóricas y prácticas, su maestro le habló un día del arte de “apuntar sin apuntar” para acertar en la diana. El discípulo afirmó no comprender lo que éste quería decir, para cualquier occidental semejante afirmación resulta una incongruencia en sí.  El maestro trató de explicarle que el secreto para no errar el tiro, incluso en una habitación a oscuras, era el de enfocar su mirada interna, mental, en la propia diana y adentrarse en dicha percepción hasta que la cercanía hiciese que la imagen se volviese borrosa. Entonces solo tendría que tensar el arco, dijo. El alumno insistió en que seguía sin comprender y el maestro le respondió: “Lo siento, si quieres aprender solo la técnica es mejor que aprendas en otra escuela, yo solo soy tu maestro espiritual”.

Tal como yo lo entiendo, el maestro trataba de enseñarle al alumno que el disparo certero tenía que trascender la simple técnica e ir más allá de lo físicamente perceptible, aprehender la realidad con la cercanía de una macrovisión, tan cercana como borrosa, igual que ocurre cuando tratamos de ampliar una fotografía a una escala tan superior que el objeto queda desdibujado. En resumen, que el éxito dependía de la “intensidad” de la percepción interna del objetivo. ¿Acaso no se parece este tipo de mirada intensa y esforzada a la visión subjetiva de un acto creativo?

Lucio Fontana, por Ugo Mulas. 1963
Fascinante concepto el de acercar el centro de la diana hasta nuestra pantalla mental interna —evito deliberadamente el adjetivo espiritual, pues no es mi intención dar a esta idea ningún matiz trascendental—. Acercar ese punto medular donde debería acertar el dardo de la palabra, acercarlo tanto hasta penetrar en su desproporción o en su vacío. Por asociación de ideas, recordé una antigua exposición del pintor espacialista Lucio Fontana, en el Palacio de Cristal del Retiro. En ella, las telas, perfectamente tensadas en sus bastidores, habían sido rasgadas y abiertas, con la fina habilidad de un criminal psicópata. Parecían a punto de supurar algún tipo de humor viscoso, como el de los escarabaos de Oé, o como el de aquella película surrealista de Buñuel y Dalí, Un chien andalou, en la que se ve la imagen de una córnea seccionada lentamente por una navaja. Otros lienzos habían sido agujereados por dedos con lo que parecía la perversidad obscena de un torturador, de manera que cada uno de los agujeros se mostraban tensos en sus bocas abiertas, como el orificio líquido practicado en un estanque helado, con los bordes hinchados de una herida, inflamados alrededor del vacío de la trama carente de pintura alguna o de color. Yo lo veía de ese modo y me parecía dramático, pese a no encontrar rastro alguno de violencia física ni la menor evidencia sangrienta. Sin embargo, los cortes y agujeros en los cuadros de Fontana actuaban como un fuerte centro de atención en cada lienzo, y si un espectador, fascinado por el arte como era yo, se quedaba plantado ante ellos, sentía la necesidad de acercarse para mirar hasta el fondo de aquellas agresivas manipulaciones del artista.

Lucio Fontana, por entonces ya fallecido, debía de haber sentido también esa misma necesidad, pues como parte de la exposición había una sala, totalmente a oscuras, en cuyo exterior se anunciaba haber sido representado, a enorme escala, uno de aquellos agujeros negros de sus lienzos. Atravesé enseguida ese umbral de lo desconocido y lo que encontré no me defraudó pese a su simplicidad. Era un lugar en el que no había ninguna referencia espacial excepto unos pequeños residuos de confeti en algún lugar a mis pies, iluminados de esa forma reflectante que se consigue con la luz ultravioleta, y un trazo de color suspendido en algún lugar por encima de mi cabeza. Se podría decir que me hallaba en el centro de aquella diana de realidad que Lucio Fontana había sentido como suya. Me imaginaba al artista acribillando sin piedad el concepto del propio arte, para averiguar aquello que cabía dentro de él.


Enseguida me vinieron a la mente unas reflexiones de Milan Kundera escritas en su ensayo literario El Telón. Me refiero a aquellos párrafos sobre “llegar al alma de las cosas”, en los que habla de la tendencia de cada una de las artes a acercarse a su propia especificidad, a lo que solo su particular lenguaje puede expresar.

(©MJCodes)

viernes, 29 de agosto de 2014

El hombre sin cabeza

L'homme sans tête (El hombre sin cabeza) Director: Juan Solanas

Leo en el libreto que acompaña a una recopilación de cortos europeos que en una época en la que las películas se están convirtiendo cada vez más en un producto comercial, los cortometrajes son uno de los últimos reductos de libertad artística y por ello es importante que no desaparezcan.
Tarde, pero con fascinación, he descubierto un cortometraje de 2003 del francoargentino Juan Solanas, El hombre sin cabeza, que recibió entre otros el Premio del jurado en el Festival de Cannes. Ocurre con los buenos cortos en el cine como con los buenos relatos breves en literatura, que son pequeñas piezas de orfebrería, preciosas y perfectas. Este es uno de esos casos, sin lugar a dudas.

Como no puede ser de otra manera el protagonista de esta joya cinematográfica es un hombre sin cabeza, cuyo cuerpo vestido de frac bien podría ser el de Gene Kelly o el de Fred Astaire. Se encuentra de espaldas frente a la ventana de su apartamento desde la que contempla un paisaje industrial poblado de chimeneas humeantes y zepelines. De improviso suena el timbre y alguien le entrega dos entradas para un salón de baile. En cuanto se queda solo, el hombre sin cabeza toma la fotografía de una joven y mientras la contempla con gran emoción, marca un número de teléfono. 

–He recibido dos invitaciones para el baile de esta noche y me preguntaba si le gustaría acompañarme.
–Sí. ¿A las 19:00?
–A las 19:00. De acuerdo.
-–(...)
–Sí, está justo al lado... Hasta luego.

En la siguiente escena el hombre, tras deambular por algunas calles desiertas, entra en una singular tienda de cortinas rojas y espejos con ecos de latidos ventriculares de fondo, como si acabase de hacer un viaje alucinante al interior del corazón, para comprase una cabeza. Tras varias pruebas, el hombre sale de la tienda con su adquisición en una caja bajo el brazo y se dirige a comprar unas flores. A la hora acordada, el hombre sin cabeza entra en el café y descubre que la joven lo espera ya en una mesa del fondo, así que corre con su caja a los aseos para colocarse la cabeza recién comprada antes del encuentro. 

Frente al espejo vemos la cara de un joven que ensaya gestos con naturalidad, con especial empeño en su sonrisa, una amplia y bella sonrisa que tras varios intentos se convierte en risa y luego en carcajada, la muestra perfecta de una alegría exultante. Es perfecta. De modo que el hombre se ajusta la pajarita para salir y es en ese momento cuando descubre, con intensa aflicción, que el color de sus manos es diferente por completo al de su cara, lo que evidencia de forma palmaria que no es suya. 

Así las cosas, el hombre sin cabeza, es decir, el hombre enamorado, se presenta con su verdadero rostro aparentemente invisible ante la joven y ésta, inopinadamente, lo contempla con amor, como si estuviese ante un Gene Kelly o un Fred Astaire. 

Lo peor de las cabezas nuevas es que aprietan, como los zapatos, que cuesta trabajo forzar con ellas ciertos gestos sencillos como levantar las cejas o sonreír con naturalidad. Porque los rostros que no son nuestros, aquellos con los que fingimos ser otros ante el ser amado, enseguida hacen ampollas si no encajan bien. Por eso conviene ser extremadamente cuidadoso a la hora de elegir cabeza para una cita o mejor no elegir ninguna. Al fin y al cabo el otro nos verá seguramente a su antojo y de manera equivocada, lo que dará de nuevo la razón a Sartre en aquello de que si dos están de acuerdo, es por un malentendido.

Todo esto nos relata Solanas en su bellísimo corto de estética pictórica con claros referentes a Magritte y a De Chirico. El hombre sin cabeza es una obra de arte que emociona por su ejecución y por su contenido. Una obra singular e inolvidable.