Leí un libro sobre cultura japonesa en el que el
autor intentaba expresar las peculiaridades del pensamiento y cultura niponas.
En uno de los apartados que llevaba por título Apuntar sin apuntar, se narraba el caso de un alemán residente en
Japón que se entrenaba para aprender el tiro con arco. Tras varias lecciones
teóricas y prácticas, su maestro le habló un día del arte de “apuntar sin
apuntar” para acertar en la diana. El discípulo afirmó no comprender lo que
éste quería decir, para cualquier occidental semejante afirmación resulta una
incongruencia en sí. El maestro trató de
explicarle que el secreto para no errar el tiro, incluso en una habitación a oscuras,
era el de enfocar su mirada interna, mental, en la propia diana y adentrarse en
dicha percepción hasta que la cercanía hiciese que la imagen se volviese
borrosa. Entonces solo tendría que tensar el arco, dijo. El alumno insistió en
que seguía sin comprender y el maestro le respondió: “Lo siento, si quieres
aprender solo la técnica es mejor que aprendas en otra escuela, yo solo soy tu
maestro espiritual”.
Tal como yo lo entiendo, el
maestro trataba de enseñarle al alumno que el disparo certero tenía que
trascender la simple técnica e ir más allá de lo físicamente perceptible,
aprehender la realidad con la cercanía de una macrovisión, tan cercana como
borrosa, igual que ocurre cuando tratamos de ampliar una fotografía a una
escala tan superior que el objeto queda desdibujado. En resumen, que el éxito
dependía de la “intensidad” de la percepción interna del objetivo. ¿Acaso no se
parece este tipo de mirada intensa y esforzada a la visión subjetiva de un acto
creativo?
Lucio Fontana, por Ugo Mulas. 1963 |
Fascinante concepto el de acercar el centro de la diana
hasta nuestra pantalla mental interna —evito deliberadamente el adjetivo
espiritual, pues no es mi intención dar a esta idea ningún matiz
trascendental—. Acercar ese punto medular donde debería acertar el dardo de la
palabra, acercarlo tanto hasta penetrar en su desproporción o en su vacío. Por
asociación de ideas, recordé una antigua exposición del pintor espacialista Lucio Fontana, en el
Palacio de Cristal del Retiro. En ella, las telas, perfectamente tensadas en
sus bastidores, habían sido rasgadas y abiertas, con la fina habilidad de un
criminal psicópata. Parecían a punto de supurar algún tipo de humor viscoso,
como el de los escarabaos de Oé, o como el de aquella película surrealista de
Buñuel y Dalí, Un chien andalou, en
la que se ve la imagen de una córnea seccionada lentamente por una navaja.
Otros lienzos habían sido agujereados por dedos con lo que parecía la
perversidad obscena de un torturador, de manera que cada uno de los agujeros se
mostraban tensos en sus bocas abiertas, como el orificio líquido practicado en un
estanque helado, con los bordes hinchados de una herida, inflamados alrededor
del vacío de la trama carente de pintura alguna o de color. Yo lo veía de ese
modo y me parecía dramático, pese a no encontrar rastro alguno de violencia
física ni la menor evidencia sangrienta. Sin embargo, los cortes y agujeros en
los cuadros de Fontana actuaban como un fuerte centro de atención en cada
lienzo, y si un espectador, fascinado por el arte como era yo, se quedaba
plantado ante ellos, sentía la necesidad de acercarse para mirar hasta el fondo
de aquellas agresivas manipulaciones del artista.
Lucio Fontana, por entonces ya fallecido, debía de haber
sentido también esa misma necesidad, pues como parte de la exposición había una
sala, totalmente a oscuras, en cuyo exterior se anunciaba haber sido
representado, a enorme escala, uno de aquellos agujeros negros de sus lienzos.
Atravesé enseguida ese umbral de lo desconocido y lo que encontré no me
defraudó pese a su simplicidad. Era un lugar en el que no había ninguna referencia
espacial excepto unos pequeños residuos de confeti en algún lugar a mis pies,
iluminados de esa forma reflectante que se consigue con la luz ultravioleta, y
un trazo de color suspendido en algún lugar por encima de mi cabeza. Se podría
decir que me hallaba en el centro de aquella diana de realidad que Lucio
Fontana había sentido como suya. Me imaginaba al artista acribillando sin
piedad el concepto del propio arte, para averiguar aquello que cabía dentro de
él.
Enseguida me vinieron a la mente unas reflexiones de Milan
Kundera escritas en su ensayo literario El
Telón. Me refiero a aquellos párrafos sobre “llegar al alma de las cosas”,
en los que habla de la tendencia de cada una de las artes a acercarse a su
propia especificidad, a lo que solo su particular lenguaje puede expresar.
(©MJCodes)
(©MJCodes)
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