martes, 9 de septiembre de 2014

El puñal de Fontana

Leí un libro sobre cultura japonesa en el que el autor intentaba expresar las peculiaridades del pensamiento y cultura niponas. En uno de los apartados que llevaba por título Apuntar sin apuntar, se narraba el caso de un alemán residente en Japón que se entrenaba para aprender el tiro con arco. Tras varias lecciones teóricas y prácticas, su maestro le habló un día del arte de “apuntar sin apuntar” para acertar en la diana. El discípulo afirmó no comprender lo que éste quería decir, para cualquier occidental semejante afirmación resulta una incongruencia en sí.  El maestro trató de explicarle que el secreto para no errar el tiro, incluso en una habitación a oscuras, era el de enfocar su mirada interna, mental, en la propia diana y adentrarse en dicha percepción hasta que la cercanía hiciese que la imagen se volviese borrosa. Entonces solo tendría que tensar el arco, dijo. El alumno insistió en que seguía sin comprender y el maestro le respondió: “Lo siento, si quieres aprender solo la técnica es mejor que aprendas en otra escuela, yo solo soy tu maestro espiritual”.

Tal como yo lo entiendo, el maestro trataba de enseñarle al alumno que el disparo certero tenía que trascender la simple técnica e ir más allá de lo físicamente perceptible, aprehender la realidad con la cercanía de una macrovisión, tan cercana como borrosa, igual que ocurre cuando tratamos de ampliar una fotografía a una escala tan superior que el objeto queda desdibujado. En resumen, que el éxito dependía de la “intensidad” de la percepción interna del objetivo. ¿Acaso no se parece este tipo de mirada intensa y esforzada a la visión subjetiva de un acto creativo?

Lucio Fontana, por Ugo Mulas. 1963
Fascinante concepto el de acercar el centro de la diana hasta nuestra pantalla mental interna —evito deliberadamente el adjetivo espiritual, pues no es mi intención dar a esta idea ningún matiz trascendental—. Acercar ese punto medular donde debería acertar el dardo de la palabra, acercarlo tanto hasta penetrar en su desproporción o en su vacío. Por asociación de ideas, recordé una antigua exposición del pintor espacialista Lucio Fontana, en el Palacio de Cristal del Retiro. En ella, las telas, perfectamente tensadas en sus bastidores, habían sido rasgadas y abiertas, con la fina habilidad de un criminal psicópata. Parecían a punto de supurar algún tipo de humor viscoso, como el de los escarabaos de Oé, o como el de aquella película surrealista de Buñuel y Dalí, Un chien andalou, en la que se ve la imagen de una córnea seccionada lentamente por una navaja. Otros lienzos habían sido agujereados por dedos con lo que parecía la perversidad obscena de un torturador, de manera que cada uno de los agujeros se mostraban tensos en sus bocas abiertas, como el orificio líquido practicado en un estanque helado, con los bordes hinchados de una herida, inflamados alrededor del vacío de la trama carente de pintura alguna o de color. Yo lo veía de ese modo y me parecía dramático, pese a no encontrar rastro alguno de violencia física ni la menor evidencia sangrienta. Sin embargo, los cortes y agujeros en los cuadros de Fontana actuaban como un fuerte centro de atención en cada lienzo, y si un espectador, fascinado por el arte como era yo, se quedaba plantado ante ellos, sentía la necesidad de acercarse para mirar hasta el fondo de aquellas agresivas manipulaciones del artista.

Lucio Fontana, por entonces ya fallecido, debía de haber sentido también esa misma necesidad, pues como parte de la exposición había una sala, totalmente a oscuras, en cuyo exterior se anunciaba haber sido representado, a enorme escala, uno de aquellos agujeros negros de sus lienzos. Atravesé enseguida ese umbral de lo desconocido y lo que encontré no me defraudó pese a su simplicidad. Era un lugar en el que no había ninguna referencia espacial excepto unos pequeños residuos de confeti en algún lugar a mis pies, iluminados de esa forma reflectante que se consigue con la luz ultravioleta, y un trazo de color suspendido en algún lugar por encima de mi cabeza. Se podría decir que me hallaba en el centro de aquella diana de realidad que Lucio Fontana había sentido como suya. Me imaginaba al artista acribillando sin piedad el concepto del propio arte, para averiguar aquello que cabía dentro de él.


Enseguida me vinieron a la mente unas reflexiones de Milan Kundera escritas en su ensayo literario El Telón. Me refiero a aquellos párrafos sobre “llegar al alma de las cosas”, en los que habla de la tendencia de cada una de las artes a acercarse a su propia especificidad, a lo que solo su particular lenguaje puede expresar.

(©MJCodes)

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