lunes, 1 de enero de 2018

El pie de Polunin

“Cada vez que bailo y me canso me pregunto: ¿por qué lo hago?
No puedo saltarme un día porque me duela. Y si me lo salto, se me encogen los hombros y me duele más la espalda.
Te sientes prisionero de tu cuerpo, de la necesidad de bailar”.
Sergei Polunin

Fotograma de la película Dancer, de Steven Cantor


Sonríe Polunin al decir estas palabras, pero su rostro es el de alguien que sufre. Su sonrisa es amplia y melancólica.

Sergei le habla a la cámara y Steven Cantor rescata la imagen de entre los documentos filmados de la vida de Polunin, para su película documental Dancer. Se encuentra en el camerino de artistas, durante su representación de Espartaco, en Novosibirsk (Siberia, 2014). Se trata de una de las giras por Rusia de la Compañía Stanislavsky de Moscú. El director de la compañía, Igor Zelensky, se ha convertido en el mentor y casi en el padre del bailarín, tras la crisis que le hizo abandonar su carrera de primer bailarín del Royal Ballet, a sus 25 años.

Es una de las mejores escenas de la película Dancer.

Sergei acaba de terminar el segundo acto de la representación de Espartaco. Suspira. En realidad el suspiro es más un lamento. Un aullido. “Qué cansancio”, dice, mientras se despoja de la malla y se queda casi desnudo, de pie. La piel brillante por el pecho y los hombros. La cara y el cabello empapados. “¿Necesitas algo?”, le pregunta Polina, la joven asistente. “No, gracias”. Y se sienta en el brazo del sillón.

Las zapatillas de baile, las mallas y algunas prendas más se hallan dispersas por el suelo. Su cuerpo parece apaleado: las rodillas rojas, las venas de las piernas inflamadas, los pies amoratados, las articulaciones de los dedos, deformes por la incesante tortura del baile. 
Alguien entra en el camerino, un joven que pasa por delante de la cámara y antes de desaparecer de la imagen dice con entonación monótona: “Tú puedes, Sergei”. Polunin asiente y se vuelve a colocar la malla.

Regresan las escenas de Polunin en Espartaco. “Cada vez que actúo es una lucha con las emociones. Con el cansancio, la furia, la frustración”. Es la coreografía perspectivística y vehemente de Yuri Grigorovich. El teatro está abarrotado. La música de Khachaturian marca la última batalla. “No escogí el baile, lo escogió mi madre”, suena la voz en off de Polunin. Escena XII. Espartaco y sus hombres luchan contra las imparables fuerzas de Craso. “Esperaba lesionarme para no poder seguir bailando”. El combate es desigual y el gladiador es crucificado por las lanzas de los romanos.


Polunin en Espartaco


Todo esto sucede entre los minutos 44 y 50 de la película de Steven Cantor: Dancer (2016).

Después de abandonar Londres, Sergei Polunin pretendía establecerse en los Estados Unidos, pero allí ninguna compañía quiso arriesgarse. Su fama de cocainómano y de enfant terrible de la danza le precedía. Tuvo que volver a Rusia y empezar desde cero; llegando incluso a concursar en el programa de TV, Gran Ballet, como si aún tuviese que demostrar quién era, qué clase de talento genial tenía. Como un principiante.

En el concurso resulta vencedor, el precio del triunfo incluye responder a simplezas sobre su vida, bobadas para la audiencia televisiva. La presentadora le interroga y él responde con humildad. “¿Qué es esto?”, pregunta. Se refiere a la marca de un zarpazo en el pecho, cerca del hombro izquierdo. “Es un tatuaje”. Tiene muchos, por todo el cuerpo, y ha de cubrírselos con maquillaje cuando sale a bailar. “¿Qué pone ahí?”, señala uno de sus dedos. “Dinero sucio”, y ambos se echan a reír. “¿Por qué?”. “Me gusta la canción”. “¿De quién?”. “De P. Diddy”.


Photo: RICK GUEST


Igor Zelensky le saca de ese lugar indigno de su carrera, pero de nuevo surge el desaliento y la frustración. La compañía Stanislavsky tampoco le ofrece lo que necesita, por eso toma la decisión de abandonar la danza.

Entonces llega la catarsis. Se reúne en Los Ángeles con su mejor amigo, el coreógrafo londinense, Jade Hale-Christofi, y le propone hacer algo diferente al estilo clásico. Quiere que cree la coreografía de su último baile, con la música de la canción Take me to Church, del cantante irlandés Hozier.

En 2015, Polunin, Hale-Christofi y el fotógrafo David LaChapelle, viajan a Hawai para grabar en Maui. No es un videoclip, dice LaChapelle. Es más bien la historia de una búsqueda de la identidad. La historia del esfuerzo, de la destreza de Sergei, de sus conflictos…

La grabación se sube a internet y se hace viral. En la actualidad cuenta con más de veintidós millones de visitas.

El resto de la película y de la vida de Sergei Polunin, a sus 28 años de edad, es el camino a la reconciliación y a la paz.

Pero la paz nunca es duradera. 




©MCodes