En 1960 Yves me llamó de nuevo. Acababa de llegar a España,
después de un largo viaje por Japón, y quería proponerme un trabajo muy
especial. Me resultaba difícil explicárselo a Mario, porque las ideas de Yves
siempre implicaban que me desnudase para él, de modo que pretexté una
enfermedad para que no me recogiese en Franché.
Nos reunimos en su hotel, cerca del Museo del Prado. En su
habitación me habló de las zonas de sensibilidad pictórica e inmaterial y quedé
convencida. El acto tendría lugar en una galería de París. A Mario le dije que
había surgido un pase de modelos urgente por el que debía ausentarme una semana
y le rogué que me acompañase pues sabía que nunca dejaría sola a su mujer, ser
descubierto le producía ataques de pánico. De no haberle dicho nada hubiese
sospechado.
Pierre, el amigo de Yves, me recibió en el aeropuerto. Me
informó de algo inesperado: yo no sería la única. Enseguida deduje que Yves no
había querido darme explicaciones directas y en su lugar había enviado a
Pierre. La cuestión era que la función iba a congregar a más gente, entre
amigos artistas y críticos, de lo que pensaban, pronto rondarían las cien
personas. En tales circunstancias habían tenido que incluir a dos mujeres más;
un trío sería perfecto, pensaron. Me imaginé algo parecido a un Nacimiento de Venus de Botticelli. Pero
tú serás la única a quien él tocará con sus manos, me aseguró Pierre.
No vi razones para quejarme, siempre cobraba por mis
trabajos y los que hacía para Yves me resultaban gratos y estimulantes.
Antropometría. Yves Klein |
Aquella noche cenamos los tres juntos pues tenía que conocer
los pormenores de la sesión que duraría unos cuarenta minutos. Dormimos en mi
habitación, la cama era para tres, y a la mañana siguiente, tras el desayuno,
me dejaron sola. Me presentaría con una hora de antelación.
Entré por la puerta de atrás, todos los actos de la Galerie Internationale d'Art Contemporain
eran acontecimientos mediáticos y la puerta principal estaba llena de
fotógrafos a la espera.
En la trasera de la sala habían montado unos camerinos
provisionales con espejos y biombos repartidos como mamparas de separación. Las
otras dos mujeres, francesas y algo más jóvenes y delgadas que yo, hablaban
entre ellas en voz baja. Se las veía cómplices y temerosas a un tiempo. Les
hablé en francés y me presenté como “amante” de Yves. Nadie pareció ponerlo en
duda.
Yves apareció, vestido de esmoquin, unos minutos después y
me dedicó mayor atención que a las demás, quizá porque yo era la única que
conocía su modo de pensar y lo que se proponía aquella tarde.
De la sala llegaban los murmullos del público creciente. A la hora fijada comenzó a sonar la Sinfonía de una sola nota.
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